Cuando lo miré sonrió apenas, encendió un cigarrillo de filtro dorado, aspiró el humo y lo expulsó. Volvió a darme las gracias y lamentó que por su culpa yo no hubiese descansado bien. Era tan condenadamente elegante que empezaba trastornarme. Apagó el cigarrillo y me pidió que le prestase el baño. Un cuarto de hora más tarde salió con la cabeza lavada y unos cuantos lamparones de agua distribuidos con pericia por el traje. Me dio la mano, dijo que lamentaba conocerme en esa situación y me regaló un frasco de sales violetas. Me dijo que eran relajantes y yo pensé en qué podía estar haciendo un tipo como él con unas sales así, supuse que las tendría para venderlas aunque no llegué a preguntarle, se fue antes de aceptar una taza de té.
Pero yo no tenía sueño, además ya eran más de las diez y los hijos de los vecinos estaban jugando con un tren nuevo. Llené la bañera, le eché las sales y me metí con un libro. Me acuerdo que Andrés Hurtado había empezado a firmar certificados de salud para las putas cuando me di cuenta que se me cerraban los ojos, cerré el libro por miedo a que se mojara, lo dejé sobre el banquito donde había dejado los cigarrillos y el cenicero y me sumergí, conté hasta cuarenta y siete, pensé en un pez violeta y salí.
De golpe me dio tanto frío que me metí en la cama sin secarme, creo que me desmayé y después me quedé dormida once horas. Me levanté unas cuantas veces para vomitar y mear un líquido rojo que no parecía sangre, después se volvió azul y después me dolió la cabeza como si quince personas me estuvieran gritando al mismo tiempo y les entendiera a todas; y cuando me cansé de llorar empezó a sonar el teléfono.
Confesión - Cap. 49 / Morir Afuera