La institutriz de Sebastián Knight

"Unos veinte años después emprendí un viaje a Laussane para ver a la vieja señora que había sido institutriz de Sebastián y después mía. Debía tener casi cincuenta años al dejarnos en 1914; había cesado la correspondencia que nos unía, de modo que no estaba seguro de encontrarla viva en 1936. Pero la encontré. Había allí, como pude descubrir, una unión de viejas damas suizas que habían sido institutrices en Rusia, antes de la Revolución. Vivían "en su pasado", como me explicó el amabilísimo caballero que me guió; aguardaban la muerte -y muchas de esas damas eran decrépitas o estaban chochas- comparando notas, riñiendo entre sí y demostrando las condiciones de Suiza, que habían descubierto después de los muchos años vividos en Rusia. Su tragedia consistía en el hecho de que durante todos esos años pasados en un país extraño se habían mantenido totalmente inmunes a su influjo (hasta el punto de no aprender la más simple palabra rusa.) Hostiles, en cierto modo, al mundo que las rodeaba -cuantas veces había oído a Mademoiselle lamentarse por su exilio, quejarse del abandono y la incomprensión en que se la tenía, anhelar su tierra natal-, cuando esos pobres pobres seres errabundos regresaron a su patria se encontraron como extranjeros totales en un país cambiado, y un capricho de los sentimientos hizo que Rusia (que había sido para ellas un abismo arcano, un retumbar remoto, más allá del rincón iluminado de un cuarto apartado, con fotografías en marcos de madreperla y una acuarela con la vista del castillo de Chillon), la desconocida Rusia adquiriera ahora el aspecto de un Paraíso perdido, un lugar vasto e incierto, pero -retrospectivamente- acogedor, poblado de pensativas fantasías. Encontré muy gris a Mademoiselle, pero tan llena de energía como siempre, y después de los primeros y efusivos abrazos empezó a recordar menudencias de mi niñez, tan deformadas o tan ajenas a mi memoria que dudé de su pasada realidad. Ignoraba la muerte de mi madre; tampoco sabía que Sebastián había muerto tres meses antes. Entre paréntesis, tampoco había llegado a su conocimiento que había sido un gran escritor. No hacía más que lloriquear, y sus lágrimas eran sinceras; pero parecía incomodarla que no me uniera a su llanto. 

-Siempre has sido muy dueño de ti- me dijo. 

Le conté que estaba escribiendo un libro sobre Sebastián y le pedí que me hablara de su niñez. Ella había entrado en nuestra casa poco después del segundo matrimonio de mi padre, pero en su mente el pasado se confundía y desplazaba a tal punto que hablaba de la primera mujer de mi padre (cette horrible Anglaise) como si la hubiese conocido tan bien como mi madre (cette femme admirable). 

-Mi pobrecito Sebastián -gimoteó-, tan bueno conmigo, tan noble... Ah, cómo recuerdo ese modo tan suyo de echarme los bracitos al cuello y decirme "Odio a todos, menos a ti, Zelle, tú eres la única que comprendes mi alma". Y el día que le di una palmada en la mano, une toute petite tape, por haber sido descortés con tu madre... la expresión de sus ojos... casi me hizo llorar... y su voz cuando dijo: "Te lo agradezco, Zelle; no volverá a ocurrir". 

Siguió en el mismo tono durante largo rato, haciendo que mi incomodidad aumentara. después de varios intentos infructuosos me las compuse para desviar la conversación. Por entonces ya estaba completamente ronco, pues la dama había perdido quién sabe dónde su trompetilla. Después habló de su vecina, una gorda criatura aún más vieja que ella, con quien me había topado en el pasillo. 

-La buena mujer está completamente sorda- se quejó-; es una mentirosa terrible. Sé muy bien que no hizo más que dar lecciones a los hijos de la princesa Demidov... pero nunca vivió en su casa. 

Cuando me marché gritó:

-Escribe ese libro, ese hermoso libro. Hazlo como un cuento de hadas, y que Sebastián sea el príncipe encantado... Muchas veces le dije yo: "Sebastián, ten cuidado, las mujeres te adorarán". Y él me respondía riendo: "Bueno, yo también las adoraré..."

Yo iba retrocediendo. Me dio un sonoro beso, me palmeó la mano, volvió a lloriquear. Miré sus ojos, viejos y nublados, el brillo muerto de sus dientes falsos, el prendedor de granates -que recordaba tan bien- en su pecho... Nos despedimos. Llovía con violencia y me sentí avergonzado y molesto por haber interrumpido mi segundo capítulo para tan inútil peregrinación. Pero algo me había impresionado especialmente. No me había preguntado un solo detalle sobre la vida de Sebastián en todos estos años, no me había hecho una sola pregunta sobre su muerte: nada." 

Vladimir Nabokov, La verdadera vida de Sebastián Knight, traducido del inglés por Enrique Pezzoni. 


Escuela de institutrices

This entry was posted on miércoles, 29 de mayo de 2013 and is filed under ,,. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

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