34 ASES EN EL BOLSILLO



Un lapso importante del 2002 lo pasé haciendo de público y figurante en distintos canales de Madrid. Era el trabajo de muchos inmigrantes indocumentados o más o menos recién llegados. Casi todo era en negro, tomaban a cualquiera, ni siquiera te pedían que hables castellano, aunque poca cosa era lo que pagaban y las horas se acumulaban esperando, el trabajo consistía más que nada en eso.

 El público español se dividía en dos clases. Las señoras que lo hacían por afición, y los que no encontraban nada mejor para hacer: gente que boyaba matando tiempo, pero con planes descomunales en el bolsillo interno de la americana. Algunos inmigrantes en ese sentido nos parecíamos bastante. Europeos de afuera sólo había de Europa del este, después éramos latinoamericanos, africanos, algunos asiáticos.

 Yo pertenecía al grupo de Paquita, una señora de sesenta años que era a quien tenías que llamar para que te incluyera en la lista de los programas, y la encargada de arrear a su multicultural ganado en las instalaciones de las antenas, y a la que le tenías que caer bien. Paquita trabajaba para una empresa de representaciones artísticas, contratada a su vez por las productoras y las cadenas de televisión. Y aunque había otros grupos, liderados por otras señoras, no estaba bien visto pasar de una señora a otra; para ser favorecido había que demostrar predisposición y exclusividad.

 Por un programa de Antena 3, pagaban entre 10 y 15 euros, y entre que te citaban en la plaza de Aluche, te hacían subir al colectivo de larga distancia, y te llevaban a las afueras donde estaban los estudios, ahí nomás se te iban 2 horas; después un par más esperando ya escaneados y dentro del edificio, pero todavía fuera del estudio. Nos llevaban con esta antelación por cualquier imprevisto que pudiera surgir, que se quedara el colectivo en la autopista, por ejemplo, y tuvieran que mandar otro para traernos a tiempo. Después, una vez en el estudio, lo mejor era buscar el fondo de las plateas, los lugares menos visibles para poder charlar sin ser molestado (como en la escuela), y aplaudir cuando los demás aplaudían. Esto último en poco tiempo se vuelve un gesto automático y me permite contar lo que me pasó por entonces en un cine que se llama Doré.

 Pasaban la adaptación que hizo John Huston de Los muertos, el cuento de Joyce. La película transcurría en una fiesta con gente de pasta a principios del 1900 (creo), y en una escena una muchachita toca para los invitados el piano de la sala, y no puedo decir que tocara bien, ni tampoco lo contrario, pero sí que aplaudí espontáneamente al término del tema unido al festejo de los actores en la pantalla. Lo reprimí al momento, claro, pero sigamos con la televisión y sus largas jornadas de 10 horas.

 Las figuraciones eran lo que mejor se pagaba, pasar caminando por el fondo de un decorado de oficina llevando unos papeles, sentarte a conversar en la mesa de un café sin emitir sonido, gesticulando con las manos, hacer la escenografía humana que da contexto a la escena. Y siempre te daban de comer. Como público te las tenías que arreglar sentado en el suelo, con un bocata gomoso de fiambre incierto y una botellita de agua o gaseosa, mientras que en las figuraciones comías de verdad, te daban lo mismo que a los técnicos y compartías las mesas en el buffet del canal.

 En estos ámbitos, claro, el protagonismo se paga y esta lógica, aunque atenuada, llegaba a la periferia donde nosotros nos movíamos: existían cual perlas figuraciones protagónicas, aunque era difícil que te tocaran. Yo hice tres de esas, dos en realidad, más una intervención dramática, ya como actor a mi entender.

 Las dos primeras las hice para Antena 3, para un programa que se llamaba Alerta 112, que se emitía los viernes de 10 a 11 de la noche y se dedicaba a reconstruir los crímenes relevantes de la semana. Primero hice de un turco celoso que acuchilla a su mujer, y después de un ladrón que se escapa de la cárcel, de Carabanchel (creo), escondido en un container de basura. Mientras hacía de turco y discutía con mi mujer, el cameraman nos pedía más realismo, que gritemos, y nosotros nos gritábamos, pero cualquier cosa, porque las imágenes se editaban sin sonido y una cortina de música y efectos sonoros hacía de fondo a la voz narradora. 60 euros cada una, una joya.

 El tercer hito de mi carrera, el gran protagónico, me dejó poco más de la mitad, 34 euros. Fue en el canal 7 (creo), un canal chico. Como público te pagaban 8 euros, pero era el más expeditivo. No estaba tan lejos como para que no pudieras ir directamente en metro y en un par de horas ya estabas afuera.

En honor a la verdad tengo que decir que no fui “el” protagonista de esta historia, digamos que éramos tres, pero el que más estaba era yo.

 El programa se llamaba “La hora de Leticia” (creo) y lo conducía una tal Leticia (Sabater) haciendo sus primeros escarceos con la cámara. Las historias que se contaban eran del tipo “descubrí a mi marido en la cama con el foxterrier de mi vecina” o “mi mujer se acuesta con mi madre, a mi espalda”.

 El estudio, de unos 13 metros por 10, tenía una banqueta principal, alta, tipo barra de bar, donde se sentaba Leticia; a ambos lados había dos hileras de sillas que la tenían como vértice, donde se sentaban los invitados; y detrás, paralelas a las sillas, las plateas donde entraban unas 15 personas por lado. A la izquierda de Leticia, pero un poco más atrás, estaba El Experto, que es un tipo parecido al de Las puertitas de señor López (es decir, un tipo con anteojos, petiso, pelado y medio panzón), pero con aplomo y simpatía, que era el encargado de dar el cierre para cada historia dejándonos una enseñanza y una moraleja psicológica. Y a la derecha estaba el segurata cruzado de brazos, un placard de dos metros de ancho anabólicamente pichicateado, que no pasaba los veinticinco años de edad.

 Esa figuración (aunque no lo era en sentido estricto, así se le llama en el ambiente no por el trabajo en sí sino por el tenor de la paga), esa figuración decía, cayó de regalo, porque ese día yo había ido como público, pero los que tenían que actuar resultaron menores de edad, no los podían usar, y Paquita nos ofreció, a una brasilera que se llamaba Karina, a Gonzalo, otro argentino que ya conocía de La Plata, y a mí, si nos animábamos a hacerlo. Preguntamos cuanto pagaban, nos dijo que 34 y nosotros, que pensábamos llevarnos 8 aplaudiendo, pasamos a una salita donde nos dieron el guión que trazaba las gruesas líneas argumentales sobre las que teníamos que improvisar. La cosa era más o menos así.

 Mi personaje salía en un tiempo con Karina, pero yo que era un tipo nervioso y difícil de llevar, y la relación por sí misma, o por esas cosas de la vida, pasó que Karina me mandó a freír churros y yo no pude sobrellevar sanamente la ruptura. Enfermo y me encierran en un loquero. Pero ¿qué pasa? Estando ahí me entero de que Karina empieza a salir con otro (el caracterizado por Gonzalo) y para mí es demasiado, no puedo soportarlo y me escapo del loquero. Comienza el acoso. Busco a Karina y me manda al diablo. Le pago a un travesti para que golpee la puerta de Karina y le diga que es la verdadera novia de Gonzalo. Le corto los frenos al coche de Gonzalo. Les mando una torta envenenada en su cumpleaños, pero mis planes siempre se ven contrariados por una cosa o por otra y ellos, la parejita feliz, está cada vez más unida. Finalmente se van a casar este domingo (la emisión del programa es el viernes), pero yo traigo un as en la manga.

 Pasamos a otra salita donde nos empolvaron la cara para que no nos brille y al rato ya estamos por entrar al estudio. Leticia me presenta y me invita a pasar.

 Quiero aclarar que nunca fui a hacer teatro ni me interesó en la vida y este era el caso del 95 por ciento de los que trabajábamos en este escalafón. Así y todo, compuse mi personaje y le agregué un tic, una guiñada insidiosa con un ritmo que variaba al margen de la circunstancias de la charla.

Leticia, corresponde mencionarlo, se manejó con gran profesionalidad, te orientaba y te ayudaba en la improvisación, y resultó tener muchísimo humor, esto lo veías en las tandas, cuando la cámara no filmaba (se llevaba muy bien con la tercera edad, se hacían chistes tirando a siniestros).

 Las historias de vida que se contaban con Leticia, como ya se sugirió, eran muy tiradas de los pelos, y a eso tenías que sumarle que los figurantes se repitieran en lapsos relativamente breves, cosa que hacía que te encontraras con un mecánico impotente que intentaba seducir a su cuñada, y al mes, veías a un empresario de las islas baleares, cornudo en alguna situación insólita, con la misma cara del mecánico e idéntica fisonomía. Era un descojone, para decirlo en términos que mejor le van. Mientras un personaje femenino medio libertino era entrevistado por Leticia, los camarógrafos primero y los de la platea después le gritaban zorra, mala pécora, eres una guarra. Esto era estimulado por la producción, hacía a la atmósfera del programa. Pero sigamos con mi historia.

 Leticia me presenta y entro mientras la platea me aplaude, por respeto más que nada, y ahí empiezo con mi historia, sin conflictos de conciencia, contándolo todo. En esta primera parte entra el llamado telefónico de un supuesto televidente, un señor escandalizado con mis psicopatías con el que discuto y trato de viejo choto, y él que los argentinos son todos unos delincuentes y ahí Leticia entró y a otra cosa. En el segundo bloque entra Karina y cuenta la historia desde su lugar y finalmente Gonzalo hace lo propio.

 Cada tanto nos insultamos, nos paramos, nos empujamos, esto no puede faltar y va in crescendo. Hasta que saco el as de mi manga y el guión indica: SE ARMA EL FOLLÓN! La sangre en la arena, lo que el público esta esperando (vi buenas peleas en este programa, que te dejaban dudando). Difícil el papel del segurata, quién debía representarse inepto y natural, sin estorbar la evolución de los sucesivos accesos de violencia que surgían entre los entrevistados.

 Los encontronazos que teníamos con Gonzalo eran cortas escaramuzas. Te empujabas un poco, pero quedarse en eso resultaba ridículo si tenías que seguir hablando, así que hacías como que te controlabas y te volvías a sentar. Pero en una de estas le amago a Gonzalo y voy a retroceder para volver a mi silla (lo que ahora que lo pienso es ridículo igual), y al hacerlo siento la mano del segurata en la espalda que, disimulando, me lleva hacia delante para que siga la bronca un poco más.

 Y llegó el momento. Yo lo había intentado todo y nada me había servido. Ellos se casaban nomás. Pero no no no, pensé para adentro, y me reí sin olvidar el tic antes de mostrar el as en la manga:

Había estado en la iglesia donde se iban a casar.

 Y no se van a casar un carajo ustedes, les dije. Estuve con el cura y le conté de tu papá, Karina, le dije que era marxista, ¿no?, y claro, que no creía en Dios y hablaba pestes de la virgen, y bueno, imaginate, ni en pedo los va casar ahora.

 Y yo me río, soy el hijo de puta más feliz de la ciudad, y Gonzalo salta para atacarme con la sangre en el ojo y nos caemos arriba de la gente de la platea, rodamos por el suelo, él intenta acogotarme, yo lo empujo y se cae sobre la otra platea, y estamos así un rato hasta que el segurata me saca del estudio.

El programa duraba una hora y contaba tres historia diarias, o sea que cada una duraba 20 minutos, lo que duró la nuestra.

 Al rato ya estábamos en la calle con los 34 euros en el bolsillo. No eran las siete de la tarde, todavía había un par de horas más de luz, y nos fuimos a Lavapies a tomar unas cañas y a despedirnos un rato del anonimato.

Alejandro Dato

This entry was posted on martes, 22 de octubre de 2013 and is filed under ,,,,. You can follow any responses to this entry through the RSS 2.0. You can leave a response.

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