La historia del libro


A veces la sabemos, y a veces no, el caso es que cada libro encierra una historia que no es la que lleva escrita. Por ejemplo: Este libro no fue publicado por su autor. Si apareciera, desde ya lo anunciamos, todos los derechos le serán cedidos como en rigor corresponde. Mientras tanto, acá lo esperamos, porque lo queremos ver. Éste es el fin de la historia. Para contarla desde el comienzo habría que ser Natán Ripoll, el autor, y no los que firmamos este texto. Pero la casualidad quiso que nosotros formáramos parte de esta historia, y es necesario primero, para contar las idas y venidas de este libro, relatar cómo fue que llegó a nuestras manos.
Ahora ya pasó el tiempo, pero en aquel año, cuando llegamos a España, si nos hubiesen preguntado si éramos felices nos habríamos mirado y hubiésemos dicho que sí, que éramos, porque no nos importaba compartir el piso con 18 personas más, mientras nos dejaran tranquilos en nuestra habitación, en uno de los barrios más antiguos de Madrid, a cinco pasos del Rastro y a diez del museo del Prado.
Además de tener sólo un baño y una cocina para todos los inquilinos, nuestro piso, y todo el edificio en realidad, contaba con un único buzón que no tenía llave y se abría forzando la cerradura. En estas condiciones las garantías de seguridad en la correspondencia eran mínimas, más que nada porque el número de destinatarios hacía que viniesen más sobres de los que la caja podía contener y terminaban tirados por el suelo y la escalera. Todos los que estábamos ahí éramos inmigrantes que habíamos llegado hacía poco, lo que volvía a la finca un sitio de paso. Por esto, nuestro buzón no sólo recibía el correo del centenar de gente que vivía en el edificio, sino también el de los que habían vivido antes, y sucedía, muy a menudo, que muchos sobres venían con nombres que nadie tenía manera de ubicar.
Entre todos estos sobres, una semana apareció un paquete, enviado desde Toledo, a nombre de un tal Diego Fernando Remedi. Como era grande y pesado fue directamente al suelo. A la semana siguiente hubo una segunda entrega que se sumó a la primera, y al tercer paquete ya nos había picado la curiosidad, porque alguien se nos había adelantado y había rajado el sobre, dejando al descubierto unas hojas escritas a máquina, de esas antiguas que simulaban una tipografía en cursiva, de un mal gusto bastante llamativo, que nos llevó a querer saber qué cosas podían decirse con una letra así. Tiempo después, nos enteramos que Ripoll enviaba de a poco el material, porque era una manera de pagar en plazos un importe que no podía abonar de una vez.
Lo que leímos nos atrapó, en primer lugar, porque a las pocas líneas comprendimos que estaba escrito en argentino, con ganas de simular una traducción española que no terminaba de salir y que por momentos lo volvía monstruoso y risible. En segundo lugar, porque lo que contaba era un invento desaforado y absolutamente fantástico desde la primera frase. Nos llevamos los sobres a la habitación y leímos el contenido en dos noches, pasándonos los capítulos sin numerar. Era la memoria distorsionada de un emigrado que evocaba sitios y pasajes a los que aún viajando era imposible retornar. No pudimos evitar las preguntas. ¿Quién era Natán Ripoll? ¿Existía Natán Ripoll? ¿Dónde estaba Natán Ripoll?
Un día estábamos en uno de los autobuses que nos llevaban a los estudios de televisión, donde trabajábamos de público, y cuando el supervisor nos dio la lista, donde teníamos que anotar el nombre y el número de pasaporte, descubrimos que unos nombres más arriba de los nuestros estaba Diego Remedi, el destinatario del sobre con el manuscrito. Ahí lo conocimos, en un plató de Antena 3, y cuando le contamos de la existencia de la novela se quedó un tanto desconcertado porque estaba un poco enojado con Ripoll. Parece que éste se fue de Madrid debiéndole unos euros y lo había hecho furtivamente, sin dar señales de ningún tipo. No obstante esa tarde, entre aplauso y aplauso, con Diego entablamos una buena relación que más tarde se transformó en amistad.
Diego vivía con Chili, su novia asturiana, en un departamento de Carabanchel, y ahí solíamos juntarnos, al menos dos veces a la semana, a jugar al ajedrez, a conversar y a beber. A veces a estas reuniones se sumaba Nikolai, un ruso que venía escapando de su vida en la ex Unión Soviética, al que Diego también había conocido en la televisión.
La presencia de Nikolai desencadenaba fatalmente una escalada de vodka. Caía siempre con una botella y era imposible negarse a sus brindis, por lo que en breve estábamos propensos a las efusiones y a contar historias. En una de estas charlas peregrinas, salió una vez el tema de las cuñadas y de ahí se derivó hacia el caso de Ripoll. “Imaginate dejar a tu novia –nos decía Diego-, y casarte con la hermana gemela de tu novia: igualitas las dos. Eso le pasó a Natán”. Nosotros, otra vez, no pudimos evitar las preguntas. ¿Cómo era Natán Ripoll? ¿Qué hacía Natán Ripoll?
Nikolai también lo había conocido, como a nosotros, jugando al ajedrez en casa de Diego. Tras unas treinta partidas, decía, ya tenía más que claro el juego de Ripoll: le gustaban las movidas inesperadas y tejía peligrosas progresiones que, en cosa de un rato, el mismo Ripoll, por descuido, echaba a perder con una jugada torpe.
Por su parte, mientras pasaban los vasos de Zubrowka, Diego nos contó que lo había conocido en un bar de la zona de Lavapies, una noche en la que Ripoll estaba especialmente borracho después de haberse reconciliado con su mujer. La primera impresión que le dejó fue la de un tipo que parecía tomarse todo a la ligera, pero con ese tipo de alegría lúcida que se intuye erigida sobre los cimientos de una angustia infernal.
En cuanto a sus antecedentes literarios no sabemos nada. Al parecer, evitaba dejar rastro de su trabajo o, lo que es lo mismo, tenía la costumbre de perder lo que escribía. No obstante, un par de meses antes de irse de Madrid, le dijo a Diego que le enviaría un material en el que estaba trabajando para que se lo guardara. No dio más explicaciones y no hizo falta, pero como la promesa no se concretaba, Diego, al poco tiempo y con una mudanza de por medio, lo olvidó.
Tres semanas más tarde llegó a nuestro buzón una nueva carta desde Toledo. Esta vez la enviaba Débora Levi, la mujer de Ripoll. Diego nos la pasó con un gesto de cansancio. Débora le pedía que le envíe los manuscritos cuanto antes, se disculpaba por diversas razones, entre ellas por el envío compulsivo de Ripoll (ese día había estado a punto de quemar el libro, decía Débora), y le contaba que Ripoll estaba especialmente emperrado con la idea de publicarlo, cosa que, reconocía ella, era rarísima en él, pero tenía su razón de ser. Más tarde nos enteraríamos que pensaba editarlo a nombre de una persona con la que, decía, se sentía en deuda, un maestro de otro tiempo que estaba pasándolas feas y era un gran escritor.
Resolvimos llevarle personalmente el manuscrito, y de este modo, de paso, liberábamos a Diego del gasto del correo (importe que, dicho sea de paso, no pensaba pagar). Era nuestra oportunidad de conocer a Ripoll. De manera que un sábado nos tomamos un autobús y a eso de las seis de la tarde encontramos su dirección en un predio arbolado a las afueras de Toledo. Era una casa de piedra de dos plantas y él mismo nos abrió la puerta con cara de dormido. Llevaba un chándal viejo pero limpio, pantuflas y un pulóver amplio y estirado. Rondaba los cuarenta y tenía una cara que no nos dejó ninguna impresión de ligereza, más bien, al contrario, nos hizo pensar en el trabajo de gestos tensos hundiendo y acentuando sus rasgos en la piel. Le explicamos a qué veníamos, agarró el paquete con el manuscrito y lo tiró sobre una mesa, como apartándolo de su vista. Era flaco, flaquísimo. Y sus ojos de un gris oscuro no delataron sorpresa por nuestra aparición imprevista. Simplemente nos invitó a pasar con una sonrisa (como si le encontrara al asunto alguna gracia) y nos preparó un café.
Esa tarde hablamos mucho sobre la experiencia del emigrado, de cómo vivimos la llegada a España y del rebusque para pagar el alquiler. Ripoll y Débora estaban en esa casa como caseros, para unos alemanes que volverían en seis meses. Lo que le pagaban no era mucho, pero Débora había conseguido trabajo en negro en el consultorio de un dentista y, como casi no tenían gastos, estaban bien. A la tardecita llegó Débora y nos tomamos las primeras cervezas. La mujer de Ripoll resultó ser una persona encantadora. Debería tener unos treinta años, tenía el pelo castaño ondulado y algo de niña traviesa en la cara.
Cuando anocheció comimos unos pollos con patatas y seguimos tomando cervezas hasta la madrugada. Ripoll parecía contento de tenernos como invitados y nos ofreció una de las habitaciones del primer piso para que nos quedáramos a dormir. A eso de las tres de la mañana, ya completamente borrachos, Débora nos preguntó si éramos friolentos y nos dijo que conocían un lugar donde se estaba muy bien a esas horas. Salimos entonces bajo el cielo estrellado, caminamos por un sendero que se perdía entre los árboles, y aparecimos en un claro, donde había una casa vacía y una piscina mediana que ellos mismos se habían encargado de limpiar y llenar con una manguera. Nos desnudamos los cuatro y nos metimos al agua a los gritos por el impacto del frío.
Fue ahí donde nos enteramos que Ripoll no pretendía aparecer como autor de la novela y supimos algo de Facundo Lovre, un viejo escritor uruguayo al que había conocido cuando tenía veinte años. De Facundo Lovre nunca supimos más de lo que Ripoll nos contó y al día de la fecha dudamos de su existencia. Fuera como fuera, el caso es que Ripoll quería regalarle la novela y no pensaba limitarse a escribirla, sino también a presentarla en nombre de Facundo a cuanto editor se cruzara.
Era un proyecto raro, cargado con el peso de un sacrificio anónimo que no se molestó en argumentar, aunque se nos hizo evidente que no quería que confundiéramos su gesto con un acto compasivo, como si tal consideración resultase ofensiva. “La autoría es una trampa –decía- o una autopsia, nadie puede vivir ahí”, y sin que viniera mucho a cuento, con los brazos apoyados en el borde de la piscina y las piernas flotando casi en horizontal, se puso a hablar de la incubación de los sietemesinos. En síntesis, Ripoll no quería dar razones claras para hacer lo que hacía y lo ocultaba con su estilo digresivo, de modo que si no se trataba de la construcción de un heterónimo, y no significaba algo así como una salvación personal para Ripoll (la liberación de un peso o una deuda), vaya alguno a saber por qué lo hacía.
Cuando empezamos a hacerle preguntas sobre el estilo de Lovre, si estaba emulándolo para que la autoría fuera verosímil, nos dijo que efectivamente, pensaba terminar la novela como imaginaba que podría haberlo hecho su amigo, aunque recurriendo a algunos trucos, tales como intercalar algunos cambios de registro, en homenaje a ciertos géneros y libros, cuyo gusto compartían. A ver si sale, decía levantando las cejas, y de golpe le agarró un retorcijón y se perdió entre los árboles.
Estuvimos en su casa hasta el domingo y nos quedamos con un lindo recuerdo de la estadía. Esto sucedió en noviembre y no tuvimos más noticias suyas durante los dos meses que siguieron.
Cuando llegó abril, aprovechando que un amigo viajaba a Toledo para cumplir con un compromiso familiar, nos colamos en su coche para visitarlos otra vez. Pensamos ingenuamente que otra visita sorpresa los iba alegrar.
Pasamos con nuestro amigo por la mañana y como no encontramos a nadie, volvimos por la tarde, esta vez a pie. Ya la primera vez nos olimos algo raro. La casa estaba abandonada. El jardín crecía desordenadamente, con botellas vacías y hasta un vaso tirado entre las flores. Las ventanas estaban sucias, había una mancha aceitosa de color marrón junto a la puerta que no parecía reciente, y rebalsaban las hojas sobre el desagüe del tejado.
Cuando volvimos, tras golpear la puerta y esperar un buen rato, Ripoll se asomó por una de las ventanas y nos indicó con un gesto de la mano que lo esperáramos un momento. Escuchamos el ruido de un encastre metálico al otro lado de la puerta, y algo parecido a un tumulto de plásticos y vidrios cayendo en un tacho de basura. Luego no escuchamos nada, sólo el sonido de los pájaros y el viento, hasta que, pasados unos minutos, la puerta se abrió y vimos a Ripoll vestido con un pantalón azul oscuro y una camisa a rayas, afeitado y como recién vuelto de una misa a la que hubiera preferido no asistir. Nos hizo pasar sin dar muestras de alegría y nos instalamos en la cocina que estaba bastante sucia y revuelta. La situación resultaba incómoda. Ripoll estaba entre molesto y ausente, y nosotros intentábamos llenar el vacío con noticias madrileñas, mientras se hacía un café que tardaba una eternidad. Le contamos que Diego se había agarrado piojos y que Chili andaba con una gorra de ducha que sólo se sacaba (dejándola en el perchero) cuando salía de la casa. Ripoll se levantaba de la silla, abría la heladera, se servía un vaso de agua, nos miraba, se tomaba un trago, dejaba el vaso a medias en la mesada y se volvía a sentar, medio de costado, inquieto, mirando el vaso fijamente. Le preguntamos si Débora estaba trabajando y nos explicó que estaba muy cansada y se había recostado un rato antes de que llegáramos. La cafetera terminó por fin de burbujear. Ripoll nos sirvió dos tazas y él se llevó el vaso de agua a la mesa. ¿Y esa novela cómo va?, lo indagamos intentando romper el hielo. La cara que puso nos hizo sentir que aquella era una pregunta disparatada. Luego tomó aire por la nariz y se levantó por quinta vez de la silla. ¿Todavía piensan en eso?, nos respondió en un tono bajo, como si no nos hablara a nosotros, y fue entonces, cuando lo dijo, que notamos que estaba asustado. Se tomó un largo trago directamente de la botella que había dejado en la mesada, y nos dijo que no pensaba seguir con la novela, que Débora estaba enferma. Acababan de volver, hacía un momento, de una sesión de quimioterapia. Nos dijo que volviéramos más tarde, que podría sentarle bien vernos cuando despertase, pero preferimos no molestar y volvimos a Madrid.
En el mes de mayo lo llamamos en un par de ocasiones para ver cómo seguía Débora. La primera vez no contestó y la segunda nos dijo que no había ya ninguna esperanza. Luego se quedó en silencio, un silencio que nos dio algo de tiempo para dar una torpe condolencia. Ripoll no respondió, oímos su respiración que se agitaba al otro lado y lo imaginamos de pie en el salón de su casa, sosteniendo el teléfono, aislado del verde circundante por gruesas paredes de piedra. Todo esto es una estupidez, agregó y cortó la comunicación.
Durante un tiempo seguimos llamándolo, al menos una vez cada quince días, pero el contestador automático saltaba inmediatamente, y como no hubo respuesta a ninguno de nuestros mensajes y el devenir de nuestra vida en Madrid nos absorbía (pudimos alquilarnos un piso, en lugar de una habitación, y tuvimos un perro al que llamamos Sorgo), las llamadas se fueron espaciando hasta que finalmente, casi sin darnos cuenta, dejamos de hacerlo.
Un día, saliendo del cine Doré, que estaba a la vuelta del viejo edificio donde habíamos vivido, entramos al palier con algo parecido a la nostalgia y vimos el buzón reventado y algunas cartas, como siempre, desparramadas en el suelo. Entre ellas había una de Ripoll fechada en el mes de julio (estábamos en octubre). La abrimos con ansiedad, como queriendo desandar el tiempo perdido, y nos encontramos con cuatro líneas y su firma inclinada hacia la derecha. Contaba que estaban con Débora en un pueblito llamado Higuera de las Dueñas, en Ávila, en la casa de los abuelos de una prima de Débora. Nos mandaba su dirección, sus saludos, y nada más.
Dos semanas más tarde, tuvimos un puente de tres días, y aprovechamos para ir a verlos, otra vez sin avisar, porque Ripoll seguía inaccesible a la distancia. Llegamos a Higueras de las Dueñas a las dos de la tarde, y lo que vimos fue un pueblito tranquilo y mustio de unas poquísimas casas blancas. Caminamos por sus calles vacías, con las sierras como paisaje de fondo, y nos cruzamos con cuatro perros pastores y un coche en movimiento; la única persona que vimos entonces fue el conductor. La población de Higuera de las Dueñas, según nos informaron, es de trescientos habitantes, la mayoría ancianos con su descendencia fuera.
Los abuelos de la prima de Débora nos recibieron como a duques y pasamos con esta gente dos días lentos, en los que abundaron el cariño y la tristeza. Nos invitaron con jamón y chorizos de la zona, tomamos vino casero y nos dieron un paquete que Ripoll había dejado para nosotros. Sentados a la sombra de una parra, nos contaron que Débora había muerto en una de las habitaciones de la casa y que Ripoll se había quedado un tiempo más, sin saber bien qué hacer. Corría cada mañana, nos decía la abuela, incluso después del entierro, y arregló unas filtraciones que tenía el techo de la casa. Finalmente se fue el nueve de septiembre del 2005. Los viejos se levantaron a la mañana y no lo encontraron en su habitación. No volvió ese día ni después.
El paquete que dejó contenía el manuscrito de esta novela. La firmaba con nuestros nombres y no adjuntaba ninguna nota. La versión tal cual la recibimos es la que contiene esta edición. Esperamos que esta difusión nos sirva para conectarnos de alguna manera con él.
No hay mucho más que agregar. De esto ya pasó un tiempo, de Ripoll no supimos más nada, y nosotros, ya no somos nosotros.
Natalia Reynoso Renzi        Alejandro Dato